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  • Foto del escritorJaneth Quintero

RECUERDOS CON OLOR VAINILLA



Con los ojos cerrados, disfrutaba el delicioso aroma a vainilla del crème brûlée que el mesero acababa de poner sobre la mesa. Mis glándulas salivales comenzaban a saborear el delicioso postre francés. Mi hija, que se encontraba sentada frente a mí, veía la ligera capa de caramelo que tenía encima, y con curiosidad comenzó a golpearla con su dedo índice tratando de romperla, reí, pues siempre me ha gustado esa curiosidad que la lleva a explorar las cosas, con delicadeza tomé la cucharita e hice que observara como yo golpeaba suavemente con la punta el caramelo, estrellándolo y dejando un hueco para poder sumergir la cuchara; puse un poco del contenido y lo llevé a mi boca, saboreando cada minúscula parte, mi hija lo hizo del mismo modo, generando un poco de desastre, pero dejé que descubriera la forma más cómoda de comerlo.

No pude evitar sumergirme en mis pensamientos, pues cuando era niña, mi madre solía hacerlos. Recordé la primera vez que ella me había dado a comer uno.

En esos momentos extrañé su presencia.

Uno nunca se imagina cuándo será la última vez que veremos a una persona, nos despedimos con toda la seguridad de que volveremos a verla, hasta decimos un “nos vemos mañana”, pero no tenemos la certeza de que eso pase, y más cuando eres pequeña y no tienes noción de todo lo que está ocurriendo a tu alrededor. Piensas que todas las enfermedades son similares al resfriado o el dolor de estómago, en los que basta reposo, medicamento y algunos cuidados para reponerse, pero no todas las enfermedades son así, algunas no presentan síntomas notorios en los primeros días, meses e inclusive años; el cáncer puede llegar a ser uno de ellos.

Mi madre solía ser una mujer muy saludable, rara vez se enfermaba, y en ocasiones pasaban años para que ella pescara un resfriado. Las únicas veces que visitaba al doctor era para llevar a mi hermano, pues siempre fue un niño muy enfermizo y muy travieso, y paso varias temporadas con alguna parte de su cuerpo enyesada.

Si mi mamá hubiera contado con toda la información con la que contamos hoy en día, y hubieran existido las campañas preventivas contra el cáncer de mama, hoy la historia posiblemente sería diferente.

Vi desde muy pequeña como mi mamá se debilitaba día con día, una vez que se diagnosticó que tenía la enfermedad; una que estaba en un estado muy avanzado y crítico. Las quimioterapias que recibía hicieron que perdiera la hermosa cabellera que a diario cuidaba y cepillaba con paciencia, para después trenzarla; que perdiera la hermosa figura que tenía su cuerpo en donde resaltaba con mucha naturalidad sus curvas; hizo que su piel se empalideciera y fuera tomando un tono amarillento, pero la enfermedad estaba muy avanzada y fue necesario extirpar el tumor y toda la masa dañada, con ello perdió primero un pecho, y unos meses después el otro, pues la enfermedad se había extendido.

Su vida había cambiado, en su rostro había una inexistente sonrisa, y su mirada se veía cansada y decaída. Una tarde, estaba desnuda frente al espejo, yo me encontraba escondida en el armario, pues jugaba a las escondidillas con la hija de la nana y mi hermano. Su espalda se veía marcada por la espina dorsal, se encontraba muy flaca y llena de moretones. Se paró frente a él, sosteniéndose del tubo del que colgaba el suero, posteriormente se quitó la venda que estaba puesta en donde antes estaban sus pechos, pasó a quitarse la peluca que tenía puesta, dejando al descubierto una cabeza en la que se podían ver hoyuelos en los que hacía falta cabello, y el poco que había estaba corto y alborotado, como un estropajo viejo; se puso a llorar de una manera desconsolada, hasta que fue cayendo lentamente al suelo, pues se estaba debilitando, su rostro se transformó de la tristeza a la rabia, tomó un objeto de la mesita que estaba próxima y con un grito lo arrojó hacia el espejo, haciendo que este se estrellara y comenzaran a caer los pedazos.

Inmediatamente, la nana subió asustada para ver lo que había ocurrido, encontrándose a mi madre desnuda y acostada en el suelo, con lágrimas en los ojos. Rápido la cubrió con una manta y la enderezó. Yo asustada, comencé a llorar, la nana me sacó del cuarto y no supe que más pasó, pero ese día mi mamá se debilitó tanto que fue a parar al hospital, en donde paso varias semanas. No regresó a la casa, pues la enfermedad se había extendido al hígado y pulmones, hasta que su cuerpo no resistió más. El cáncer de mama terminó con ella, como lo hace con muchas mujeres a diario.

Ese día me encontraba sentada con mi hija disfrutando de uno de mis postres favoritos –uno que mi mamá amaba hacer–, esperando que mi hija no pasara una vida sin mí, pues esa misma tarde, en uno de los exámenes preventivos me habían diagnosticado un tumor que estaba catalogado como benigno, pero que sin atención y cuidado podía terminar con mi vida, como lo hizo con la de mi mamá.

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