ENTRE MAULLIDOS Y RECUERDOS
- Janeth Quintero
- 24 sept 2020
- 3 Min. de lectura

Se encontraba sentado en su sillón, contemplando como las llamas danzaban en la chimenea, haciendo crujir los troncos de madera. En sus piernas tenía una bella manta de lana, era tan suave y delicada al tacto, que él disfrutaba estrujarla ocasionalmente; sobre sus piernas estaba acostada una bella gatita color caramelo, que ronroneaba cada que él deslizaba sus dedos desde la cabecita hasta la parte inferior de su lomo. Él la observaba con cariño y amor, y parecía que cada vez que ella lo hacía de la misma forma, en el rostro del anciano se dibujaba una sonrisa. De pronto, ella se fue incorporando para quedar sentada, empujando su cabecita hacia el cuello del anciano, quien empezó a reír y sobarle el cogote, entonces la gatita comenzó a ronronear con mayor intensidad y ocasionalmente pronunciaba suaves maullidos.
El amor que sentía el uno por el otro era incondicional. Él disfrutaba de darle los cuidados necesarios, mimarla cada que lo necesitaba; y ella sabía cuándo acercarse a él para tranquilizarlo, sacarle una sonrisa, y darle la mejor compañía. Ambos disfrutaban de esos momentos sentados en el sofá con la manta, mientras él hundía sus dedos en su suave pelaje, disfrutando del fuego y de la melodía que sonaba en el antiguo tocadiscos.
Cada mañana, él solía cocer una pieza de pollo, que desmenuzaba hebra tras hebra, mientras ella se sentaba a su lado relamiéndose los bigotes, esperando a que él ocasionalmente acercara su mano con algún un pedacito, devorando y después lamiendo las yemas de los dedos que estaban arrugadas por el calor del pollo; o cuando preparaba alguna pieza de pescado, ella maullaba desesperadamente durante el tiempo que el anciano tardaba en quitarle las espinas, aunque solía darle algún pedazo por adelantado; luego esperaba en la esquina en la que tenía su plato para esperar el resto. En agradecimiento, la gatita solía llevarle algún animal que se encontraba en el jardín, desde pequeños insectos, ratas, y hasta en alguna ocasión el conejito de la vecina. Buenos sustos le daba, pero él era feliz y le daba mucha ternura cada una de las acciones que ella hacía, y no dejaba de pensar en todo ello cada que estaban sentados en ese sofá.
Las llamas de la chimenea se empezaron a extinguir dejando los leños al rojo vivo; él hombre se levantó, tomando a la gatita entre sus brazos, terminó de apagar la chimenea, y se fue a su cuarto, acomodó la cama, se acostó y siguió acariciando a su gatita, quien ya empezaba a quedarse dormida; comenzó a tararear una canción, era la favorita de ella, después tomó entre sus manos la fotografía que estaba en su mesita de lado, la contempló, en ella estaba él con treinta años menos, y junto a él un bella mujer, de ojos grandes color miel, mejillas rosadas, y una bella cabellera color caramelo, por su rostro se deslizó una lágrima, cayendo hasta el pelaje de la gatita, quien se enderezó y al ver que el anciano lloraba, hundió su cabecita en el cuello de él. <<¡Es tu canción favorita, disfruto cantarla para ti cada noche!>> dijo mientras veía el retrato y luego, observando a la gatita, la comenzó a cantar de nuevo; ella observó el retrato, y luego al anciano, ronroneando, mientras una pequeña lágrima se asomaba de sus ojos miel.
A la memoria del anciano llegó el día en el que su amada se debilitaba en sus brazos, mientras que él le cantaba su canción favorita, y le pedía que no se marchara, que no lo dejara solo. Recordó como suplicó al cielo, y a la luna para que ella pudiera quedarse con él un tiempo más, sintiendo como el cuerpo de ella se perdía fuerzas, haciéndose más pesado y luego más ligero, encogiéndose, hasta casi desvanecerse. La habitación casi oscura, alumbrada solo por el brillo de las estrellas y la luna, se alumbró por unos segundos, y en sus brazos pudo sentir el suave pelaje color caramelo de un felino; él se asustó, dejó al animal en la cama mientras caminaba por su habitación de un lado a otro, pues no comprendía lo que estaba pasando. Escuchó un suave maullido, observó fijamente los ojos del animal que estaba en su cama, quedándose atónito y petrificado, caminó la tomó entre sus brazos, la observó fijamente, y después de un rato le dijo: <<¡Eres tú!>>.
Le había costado trabajo asimilar que la luna le había concedido su deseo de una forma que él no esperaba, pero sabía que ella seguía presente, y que sentía un amor incondicional. Desde ese día cuidó de ella del mismo modo que lo hizo cuando su forma era la de su bella mujer.
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